27 jul 2014

La Cresta de Palomares

El fuerte viento tensa la cuerda que nos une y la hace dibujar un improbable arco horizontal, mientras recorremos en “ensemble” la Cresta de Palomares. Las ráfagas que nos azotan desde el norte nos hacen trastabillar, obligándonos a avanzar agachados, en una no muy airosa postura. Estamos a finales de junio pero el ventarrón, el frío y los compactos pelotones de nubes desmienten al calendario. Definitivamente, no es el mejor día para  hacer una cresta.

La Sierra de Kantabria (o de Toloño) es una de las sucesivas murallas que defienden (o aislan) el “Saltus Vasconum”. En su largo peregrinaje de Este a Oeste, la cadena se ve interrumpida por numerosos collados que rompen la barrera y comunican la seca y amarillenta depresión del Ebro con la verde y boscosa vertiente norte. Testigos durante siglos del lento paso de los arrieros con sus cargas –hierro y pescado hacia el sur, vino y cereales hacia el norte–, contemplan hoy a los domingueros que, mochila a la espalda, los utilizamos para alcanzar las cumbres que jalonan con regularidad el interminable cordal.

Desde la cima de Errezilla, la panorámica sobre la cresta es magnífica. La arista se estira hacia el lejano pico de Palomares, con un vaivén de subidas y bajadas, adelgazándose paulatinamente hasta formar, en ocasiones, un estrecho filo por el que hay que caminar en precario equilibrio, dejando a criterio de cada uno el momento adecuado para recurrir a la cuerda. Exceptuando algún corto paso, más expuesto que difícil, la escalada propiamente dicha comienza en el amplio collado herboso al pie del altivo torreón final. Algún buen clavo antiguo, cintas y tres o cuatro friends son suficientes para procurar seguridad.

Una de las cosas buenas de las aristas es que siempre terminan en la cima, permitiéndonos así rematar el placer de la escalada con la ascensión a una cumbre. Y la de Palomares bien vale la pena. Punto culminante de la sierra, espléndida atalaya rodeada de paredes verticales excepto por su angosto y empinado camino normal, es una de esas cimas emblemáticas que cuando las vemos en la distancia nos seducen con su estampa, y cuando las subimos nunca nos defraudan.

Hace ya rato que el viento ha cesado casi por completo, y el sol, que definitivamente les ha ganado la partida a las nubes, calienta la roca mientras trepamos los últimos largos. La exigua cima –aparte del consabido mobiliario de cachivaches que la “decoran”– nos recibe en espléndida soledad. Pero no estamos solos. Nos acompaña la satisfacción por el largo y hermoso recorrido efectuado, y el inmenso y no menos bello paisaje que como un mapa se extiende a nuestros pies.

Vista de la cresta desde la cima de Errezilla. La cima de Palomares oculta entre las nubes
El pico Palomares destaca en la lejanía

Pasos sencillos pero expuestos



La espléndida cima de Palomares, rodeada de aristas



El viento comba la cuerda y dificulta la marcha




Pasado el collado herboso, comenzamos la escalada del torreón
Últimos largos. Mirando hacia atrás, la cresta parece fundirse y casi desaparece

Llegando a la cumbre. Al fondo, muy lejos ya, queda la cima de Errezilla
Panorámica desde la cima de Palomares: en primer término la Cruz del Castillo
El regreso a Pipaón a través del hayedo depara momentos mágicos

22 jul 2014

Chimenea del Strato, espectáculo geológico


En la montaña –esa forma tan dramática de la naturaleza– la belleza se presenta en formas muy diversas. La encontramos en la espesa alfombra de hierba que tapiza los llanos de Lizara por los que caminamos temprano, siguiendo la GR en dirección al collado del Bozo; La descubrimos en los sorprendentes colores de las flores que, innumerables, contrastan con el verde oscuro de los prados; La sentimos en la elegancia con que los primeros buitres evolucionan con aire perezoso en esta mañana azul; La sorprendemos en el diminuto roedor que asoma sus grandes y nocturnos ojos negros por una grieta y, asustado por nuestra intempestiva presencia, emprende veloz huida, insultantemente ágil (y sin pies de gato...), por las placas de roca. Y por supuesto la hallamos en la brutal falla que rompe los contrafuertes de la sierra de Vernera por su lado sur, como una inmensa herida sin cicatrizar por la que asoman las entrañas pétreas de la montaña, y a la cual nos dirigimos.

La vía trazada por Julio Benedé recorre este inmenso descosido que comienza vertical y termina describiendo un arco, como una colosal ceja. Poco a poco remontamos la inevitable pedrera por la que se desangra la montaña y nos introducimos en la profunda grieta. La escalada transcurre casi en su totalidad por las lisas placas sobre las que se apoya el gigantesco estrato partido. Las dos chapas instaladas en cada reunión y las cintas que abrazan los grandes bloques encastrados en la fisura aseguran perfectamente la progresión. No es necesario colocar nada más.

Tenemos la tendencia innata de medir nuestro grado de satisfacción en base al nivel de dificultad que somos capaces de superar; cuantos más obstáculos mayor nuestra complacencia. Incluso, en muchas ocasiones, con ese punto masoquista que hace que valoremos más una ascensión cuanto más adversas sean las condiciones (que traducido al lenguaje de montaña quiere decir “cuanto más putas las pasamos”).

Sin embargo, en esta vía, la ausencia de dificultad nos permite disfrutar del impresionante espectáculo geológico por donde discurre. Descubrimos –por si no estaba claro– que la felicidad puede conseguirse con las cosas más simples. A veces basta con abrir bien los ojos y dejarse llevar por las sensaciones.


La gran falla por donde discurre la vía
Aproximación. Al fondo a la derecha se percibe la falla


Llegando a la base. Detrás, el monolito característico







Penúltima reunión. Parece un garaje...


Cima de la Punta Alta de Napazal. Al fondo la Llena del Bozo y Llena de la Garganta